sábado, 22 de octubre de 2016

SEGUNDOS DE ETERNIDAD

Capturar un instante. Como un haiku pero desarrollado en el tiempo, un haiku en movimiento y lleno de esas emociones que nos dan vida, calor y sentido. Todo concentrado, de repente, en un instante en el que todo cabe: una mirada, una vida entera, o quizá nada más que una despedida sin palabras. 
La poesía de Karmelo C. Iribarren nos emociona por su forma contenida de sugerir verdades importantes. Y por su sencillez a la hora de escribir poemas como este, como si se sacara del bolsillo una piedra vulgar de la calle y al pasar por sus palabras nos pareciera de repente una joya para lucir en una fiesta. 



Para Samuel Alonso Omeñaca

Faltan unos segundos
para que el taxi
arranque
                 y se la lleve
a través de las calles
de esta ciudad
-quieta y silenciosa
en la madrugada- para siempre.
Unos segundos apenas
que los dos aprovechamos
-no sé con qué fin, no puede haberlo,
solo hemos intercambiado unas palabras-
para mirarnos y decirnos todo
lo que quizás nos hubiésemos dicho
a lo largo de una vida.
                                      Una vida
entera ahí, en una mirada
que sólo puede durar
unos segundos:
lo que duran a veces
los momentos
que la iluminan de verdad.






Karmelo C. Iribarren (1959, San Sebastián) es uno de esos poetas que recomendaríamos a cualquiera que piense que la poesía tiene que ser difícil o alejada de la realidad. Es el poeta de lo cotidiano, de lo pequeño, de las verdades que surgen como iluminaciones en la soledad de un bar a las tres de la mañana. Sus poemas parecen escritos en el dorso de una servilleta de papel, impulsados por un estímulo, una sensación cualquiera, un recuerdo, y garabateados de un tirón. Quizá sea uno de los poetas que más influencia ha tenido en el boom de la poesía de la experiencia que llena las salas de recitales con música y las baldas de poesía en las librerías con sangre nueva.

sábado, 15 de octubre de 2016

SIGUIENTE VITALIDAD


¿Qué hacer ante una catástrofe como la de Chernóbil? ¿Qué hacer, aparte de huir, separarte de tu vida cotidiana y tratar de escapar inútilmente de aquello que ya se te ha instalado dentro? La premio Nobel Svetlana Alexiévich escribió un libro inmenso con testimonios de gente que sobrevivió a la catástrofe. Y hemos encontrado un poema de su compatriota, Natalia Litvinova, que nos parece bello y desolador, un poco como aquellos testimonios. Un poema para fijar la memoria. Para quitarles la nieve de encima a esas flores que palidecen y convertirlas en palabras que las hagan florecer de verdad. 





Nuestros hombres comienzan a extinguirse,
nadie sabe por qué las mujeres resisten más.
Mi padre llora al sacrificar a un animal
mientras mi madre cambia el empapelado de las paredes.
No nos dejan exponernos al sol, empalidecemos
como flores que crecen bajo la nieve.
Huimos al bosque, lejos de este edificio,
yo con mi blusa infantil y mi hermano con su remera lisa.
Qué ganas de volver al lugar donde nacimos
y correr con los brazos extendidos,
limpiar el aire como uno de esos aviones
que arrojan espuma
sobre el sarcófago humeante.




Natalia Litvinova, poeta y traductora, nació en Bielorrusia el año de Chernóbil, el año en que su país natal se volvió tristemente famoso, protagonista de todos los telediarios. Su castellano está veteado de palabras argentinas que se desprenden del Buenos Aires donde reside. Y su poesía habla de la tierra que dejamos, de lo que queda atrás y con lo que se sueña en el exilio. De ese lugar perdido en el mapa y en la tierra que convertimos en hogar interior para que no termine nunca de desaparecer. 

sábado, 8 de octubre de 2016

A LA NOCHE. SONETO CXXXVII


Hace tres semanas comentamos e interpretamos en este blog un poema de José Hierro que hablaba de Lope de Vega y de su tardía pasión por Marta de Nevares. Hoy traemos al mismo Lope, su voz joven y apasionada, con este soneto dedicado a la noche. Una noche llena de embelecos, hermosa palabra donde las haya, esos engaños malintencionados que juegan a nublarnos la razón y hacernos creer en cosas que no son. Una noche que recoge los mejores amores y las más profundas soledades. Una noche que se lleva, lo queramos o no, la mitad de la vida. 





Noche fabricadora de embelecos,
loca, imaginativa, quimerista,
que muestras al que en ti su bien conquista
los montes llanos y los mares secos;

habitadora de celebros huecos,
mecánica, filósofa, alquimista,
encubridora vil, lince sin vista,
espantadiza de tus mismos ecos;

la sombra, el miedo, el mal se te atribuya,
solícita, poeta, enferma, fría,
manos del bravo y pies del fugitivo.

Que vele o duerma, media vida es tuya:
si velo, te lo pago con el día,
y si duermo no siento lo que vivo.




Félix Lope de Vega y Carpio (1562-1635) es, sin duda, uno de los maestros de la literatura de todos los tiempos. De la Literatura con mayúsculas, nos atreveríamos a decir, porque es superviviente de siglos y de cientos de miles de obras y autores y autoras que se quedaron en el camino de la universalidad. Porque un poema o una obra de teatro suya tienen la actualidad de todo lo universal, que se termina convirtiendo anacrónico. A pesar de ser mucho más conocido por su teatro o por otros de sus poemas, elegimos este soneto cuyo tema no es el amor o la muerte y aun así nos hace sentir en casa. Porque la literatura, la buena literatura, siempre es el más hermoso de los refugios.

sábado, 1 de octubre de 2016

EN LA CENIZA ESCRIBO

Un haiku es un poema japonés de 17 sílabas, divididas en tres versos. 17 sílabas para capturar un momento, una sensación, una franja oblicua de luz prendida de minúsculas partículas de polvo, el primer copo de nieve en la palma extendida de un niño. 17 sílabas para retratar la fugacidad de la vida. Y su belleza.




Súbitamente, el agua
se nos va de las manos
fluyendo: "fluuy...flu...

Caen hojas del gingko
y del cerezo caen;
nos mudamos de sitio. 

Pasado el luto,
¡cuántos mares traen niebla
a cuántos mundos!

En la ceniza escribo
un nombre de mujer
al calor del brasero. 








Si a un japonés cualquiera le preguntaran por nombres de escritores, uno de los primeros que le vendrían a la mente sería el de Ryunosuke Akutagawa (1892-1927). Quizá porque el premio literario más prestigioso de Japón lleva su nombre. O porque alguna vez leyó en la escuela alguno de sus relatos. Dejó una obra extensa, compuesta por poemas y, sobre todo, relatos cortos. Temiendo haber heredado la enfermedad mental de su madre, se suicidó a los 35 años para no caer en la locura.